Me dirigí con Eumeo al palacio real para ver cuál era la situación. Por el camino nos cruzamos con el cabrero Melantio que se había vuelto en mi contra. Además, encontré a mi fiel perro Argos que me reconoció de inmediato, aunque murió delante de mí. Ya en el salón del palacio, me senté en un rincón y cuando mi hijo me vio me hizo traer pan y carne. Entonces pedí limosna entre los pretendientes de Penélope y Antínoo me arrojó un objeto y yo no pude evitar amenazarle, aunque todos se rieron de la amenaza de un viejo mendigo. Las doncellas de mi mujer la avisaron de lo que estaba ocurriendo y ella decidió hablar conmigo por si tenía alguna noticia de su marido. Mientras esperaba a Penélope apareció otro mendigo, Iro, con el que tuve que luchar para que me dejara en paz. Les dije a los pretendientes que se marcharan a sus casas y Eurímaco me lanzó un taburete. Después de este nuevo alboroto todos se fueron y Penélope llegó al salón par hablar conmigo. No podía decirle quién soy, todavía no, así que le conté que había visto a Ulises y que estaba vivo, ella trató de asegurarse y me hizo preguntas sobre la vestimenta de Ulises que yo, por supuesto, acerté. Mandó a Euriclea, mi vieja nodriza, que me lavase los pies y ella, al igual que mi perro, me reconoció, pero le pedí que no dijese nada a nadie. Después de estar aseado, Penélope me contó que tendría que casarse con uno de los pretendientes pero que no quería a ninguno. Me explicó que para elegir les haría pasar una prueba: el elegido debería ser capaz de montar mi arco y traspasar doce anillas que yo solía colocar en fila. Finalmente Penélope se marchó a dormir muy triste.
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